Fue el miércoles. Un día de miércoles, literal.
Como yo estaba en casa y ella en el pueblo, le pedí que ayudara a Clara a buscar su celular, que misteriosamente desapareció durante la mañana, de su bolsillo, dentro del aula, en el colegio.
Anduvieron toda la tarde yendo y viniendo, bajo la llovizna, mensaje va, mensaje viene, preguntando, avisando, buscando.
Nada.
No quiero entrar en detalles, porque no corresponde y porque mucho pueblo chico infierno grande, y de esa prefiero alejarnos.
Solo decir que la pena es grande, y que nos hizo pensar mucho en miles de cosas. Nos dimos cuenta de que lo que agranda tanto la pena es saber que no se cayó por la calle, que no fue un desconocido en el colectivo, que no se lo robaron en una fiesta. Alguien cercano, un compañero, una persona que ve todos los días del año, seguramente por tres años más, eligió priorizar los valores equivocados.
El daño que causó, probablemente sin imaginarlo, fue grande. Por mil cosas.
A Clara le pegó tan mal que se engripó fuerte. Le pegó la traición, supongo. Y la bronca, porque para comprase ese celular, ella ahorró año y medio, no solo regalos de cumpleaños de sus tíos y padrinos, si no trabajando, repartiendo volantes bajo el rayo del sol, mientras sus amigas estaban durmiendo o en la pileta.
Obvio que tenemos todos muy claro que estamos hablando de un objeto material. Pero dos de los usos que le dabamos eran de suma importancia.
Para ella, porque con su cuestión de dispersión, se apoyaba mucho en el grupo de wapp del curso para hacer las tareas y estudiar. Posta.
Para mi, porque ella me lo prestaba para IG, y el ochenta por ciento de mis trabajos los consigo por esa via. Cagada.
En fin. Desde hace cuatro días, acá, todos, en familia, tratando de remontarla. Y para mi alegría, debo decir que con bastante éxito. Jugando al ajedrez, cocinando cosas ricas, ayudando en las tareas, juntando castañas, mirando películas, tomando echinacea y propoleo. Compartiendo, así, la vida.
