Se relaja.
Borra la alarma de la faz de la memoria y se despierta sola. Aunque sea a la misma hora, pero sola.
Tacha las horas de las comidas y las deja surgir como salgan.
Se olvida un poco de lavar la ropa porque pasa más tiempo en pijama y pantuflas.
Se lleva cinco libros a la mesa de luz y los mira desde la almohada, mientras lo único que hace es dormir y recuperar cansancios acumulados.
Si el clima acompaña, mejor, porque se puede pasar más tiempo afuera, al sol, mirando las langostas por ejemplo. Entonces además de todo, una puede dejar de barrer bajo la mesa y de acomodar la mantita del sillón veinticuatro veces por día, total.
Mientras todo ésto va transcurriendo, sin que una se de cuenta, va pasando otra cosa. Una misteriosa cosa. La memoria se va adormeciendo hasta que llega un momento en el que se confunde la media mañana con la siesta y en el que hay que hacer un especie de esfuerzo para asomar la mente del letargo y saber si es miércoles o sábado a la noche.
Ése es el momento mágico. El instante del logro. Cuando realmente y sin dudas se puede escribir vacaciones con mayúsculas y pajaritos y admiraciones variadas en un papel y guardarlo para pegarlo con washitapes en la agenda otro día. Cuando las células de todo el cuerpo afianzan su soberanía absoluta sobre el ritmo biológico propio y plantan bandera y gritan aquí están estas son y estallan cohetes y frascos con luciérnagas brillan alumbrando las noches.
El momento divino. Supremo. Sublime. Absoluto, de desconexión total.
Generalemente este momento se presenta cuando faltan dos días, ponele, para el retorno a las rutinas.
Así que, yo que ustedes, no sé; #enjoy
